
Pedro Santana y el 6 de noviembre de 1844
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Pedro Santana era tan poderoso que los dominicanos no se independizarían de Haití sin su protección. El día 26 de febrero del año 1844 se notició el apoyo de Santana y al día siguiente se proclamó la independencia.
Santana representaba la fuerza, y en gran medida el brazo armado de la resistencia dominicana contra los primeros intentos de reconquista de los haitianos. Él dirigió el primer ejército dominicano, el más leal, valiente y numeroso hasta entonces, aunque tenía el tamaño de una brigada: lo constituían no más de tres mil hombres mal armados y con escasa disciplina militar.
Sin embargo, Santana codiciaba el poder a todo precio. Con la defensa de la soberanía dominicana buscaba catapultar su poder político. Y el ejército que comandaba no era el ejército de la República. Era el ejército personal de Pedro Santana.
En el fragor de las negociaciones políticas y de la campaña militar de aquellos días, el retrato de Santana se desenmascaró. Tras humillar a Duarte y pelearse con los liberales, quedó claro que era conservador y enemigo de los trinitarios.
Los conservadores, enquistados en el poder, cerraron filas en torno a Santana, que se convirtió en su jefe y presidente de la Junta Central Gubernativa, el órgano de gobierno. A los encarcelamientos y destierros de independentistas siguieron los fusilamientos de patriotas.
El día 6 de noviembre del año 1844, un congreso constituyente aprobó la Constitución dominicana. Amenazada por el ejército santanista, la asamblea declaró a Santana dictador. República Dominicana nació con un gobierno conservador y militar, con legisladores y jueces postrados ante un tirano. Ese ha sido en gran medida un signo de su historia.
De este capítulo histórico se obtienen lecciones, vigentes como amenaza, advertencia o manifestación de la idiosincrasia del pueblo dominicano. La crítica contra Santana se extiende a quienes lo crearon y lo mantuvieron en el poder.
En primer lugar tenemos el culto (cuando no el miedo) a la personalidad, lo cual alienta la aparición de tiranos y dificulta el tránsito hacia la institucionalidad. Confiamos en la persona en vez de la institución, y de algún modo ansiamos la llegada del hombre fuerte, no para delegar el poder que está difuminado entre nosotros, sino con el deseo de que nos lo arrebate para quejarnos después. Es el error que cometieron los trinitarios -dirán que obligados por las circunstancias- cuando hicieron depender de la decisión de Santana la fecha de la declaración de independencia.
Como si viviéramos en una concepción del eterno retorno, tomamos a los líderes por las instituciones creyendo que una persona puede ser una institución. Cuando el líder a quien hemos querido inmortalizar falla (y eso ocurre todo el tiempo, incluso con el hecho de morir), corremos a sustituirlo por otra persona en vez de aprovechar la oportunidad para crear o fortalecer las instituciones.
Muchos claudican ante el fuerte o se alían con él en espera de favores, protección o misericordia. Santana no tardó en recibir el apoyo de los afrancesados y de los conservadores que habían retenido el poder. Llama la atención la facilidad con la que se revistió de ese poder y la resignación con la que se lo entregaron. Fuera de resistencias aisladas, no hubo oposición.
Finalmente, Santana descuella entre quienes iniciaron el desfile de los dominicanos carentes de visión que, en todos los niveles de las funciones públicas, traicionan sus ideales y al país, y terminan trabajando para sí mismos y para un grupo de compadres.