
La muerte de Caamaño y un despertar
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La semana pasada hablaba sonre el impacto que causó en la sociedad la muerte brutal del coronel Francisco Alberto Caamaño Deñó, el policía que mutó en héroe de la revolución de abril, y líder de una expedición guerrillera que si bien falló estrepitosamente, se instaló en el corazón de un pueblo que ya jamás olvidará su ejemplo y su lucha por la libertad.
En aquellos tiempos, para quienes vivíamos en el campo, y sobre todo, para los niños, la represión y las crisis políticas eran cosas de distancia, noticieros y conversaciones tan cuidadosas y bajas que apenas podía, un muchacho curioso como yo, atinar a entender lo que ocuría.
Los días siguientes al asesinato de Caamaño, las lluvias parece que intentaban borrar la sangre de vertida por los insurgentes, y lavar las lágrimas y la impotencia de una parte importante de la población.
En mi opinión, mis padres campesinos ni entendían mucho de diferencias ideológicas, lucha antagónicas, superpotencias ni antiimperialismo. No estaban en contacto directo con la represión ni el agitado curso de los días. Había candidez en la vida simple del campo.
Para ellos y la mayoría de la comunidad donde residía, el afán del trabajo duro y las ocupaciones del día a día eran suficientes como para esar pendientes, al menos con interés y la militancia que en los barrios y ciudades. Bonao en aquellos tiempos era un hervidero político, y a raíz de la muerte de Caamaño y sus compañeros de infortunio la represión y los enfrentamientos estaban a la luz del día. Pero paradójicamente, a dos kilómetros al norte del centro de la ciudad, tras cruzar el río Yuna, aparentaba que era «zona de tolerancia», a tal punto que apenas uno se enteraba de «los líos» del pueblo.
Claro, esta era la cosmovisión de un niño de ocho años, que veía figuras que aparecían y desaparecían en las nubes, y fantaseaba en la hermosura del monte y del rio Masipedro, porque luego empecé a enterarme que, desde la clandestinidad sí había un activismo político, militancia política opositora. Una de ellas era Esteban Perdomo (Bilo), un joven maestro que supimos, luego que falleciera en un fatídico accidente, que era miembro de la Línea Roja del 14 de Junio, o Julián Aquino (Yan), un fogoso militante del Partido Revolucionario Dominicano al que le dieron «su acarreriá» por razones políticas.
Esa cosmovisión cambió más aún pocos meses después de la muerte de Caamaño. Una mañana estábamos en el conuco papá y yo. Él empezaba a desyerbar el sembradío de yuca, y yo revisaba los brotes de unas plantas de molondrón, cuando vimos venir, corriendo y muy asustado, a un joven muchacho, que no era de la zona. Nos hizo una seña y alcanzamos a oír un desesperado «¡no digan ná!».
Segundos después vimos aparecer a tres agentes policiales, también desconocidos, que le inquirieron a papá que si había visto al ladrón que iba corriendo. Papá miró firme a los policías, que insistían en su pregunta ¿dónde se metió el maldito ladronzado? Papá, más que por miedo, sintió el deber de hacer un movimiento de cabeza, y señaló hacia un montón de plantas de yuca, en el tronco de una mata de toronja, adonde se acababa de meter el joven fugitivo. Lo encañonaron y él gritó un ronquido «¡me rindo!». Salió y de inmediato sonó el golpe seco de una macana en su cabeza. De su melena negra salió la sangre que pronto le llenó la camila por el lado izquierdo del pecho, mientras los policías gritaban «mardito comunita er diablo, a tí lo que hay es que matarte!».
Fue el momento en que papá comprendió y se arrepintió de haber colaborado con aquellos agentes. Intervino para que no lo golpearan más. Atinaron a decirle «¡eche pa’llá viejo», y se lo llevaron. Supimos luego que el joven se les había escapado en la Posada Cibaeña, junto a otros detenidos, que también fueron reapresados. Yo vi pasar todo el episodio sin moverme del mismo sitio, con el miedo de un niño de 8 años.