
Corrupción
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No hay una palabra tan manida, hablada y escrita como el título de este artículo. Nos pasamos los años, los días quejándonos de la sempiterna corrupción del Estado. Para muchos, parte de sus vidas, de su accionar político y laboral. Para otros, la dejan pasar, cobran y chantajean para beneficiarse de esa corrupción que fluye sin freno ni medida. Hablamos de la corrupción en el mayor empleador del país que es el Estado. Pero la corrupción no solo se limita a ese Estado, traspasa lo público.
La corrupción es un fenómeno arraigado en nuestra sociedad, que ya a veces ni le prestamos atención. ¿Qué ha pasado con los casos de corrupción gubernamental detectados? ¡Nada! En este gobierno de «justicia independiente» los días, meses y minutos cuentan para esclarecer esos distintos casos de corrupción, mientras algunos de ellos purgan sus períodos de coerción en las celdas.
Los distintos gobiernos que hemos tenido nos han cargado un lastre de corrupción que ha dividido más las clases sociales en nuestro país, y la brecha entre ricos y pobres se hace cada vez más palpable de ver y sentir. Esa clase media, antes dominante en nuestra sociedad, está dejando de existir para descender a un nivel bajo, dando paso a «ricos y pobres».
No obstante, para que haya corrupción tiene que haber corruptos y de eso está lleno nuestro país incluso es una cadena, que inicia muchas veces, en el sector privado para finalizar entrelazados con funcionarios públicos. Muchos se enrolan en cargos políticos haciendo de la política la «panacea» de sus vidas y la solución a sus problemas. La política para los corruptos aquí, se ha convertido en el mejor de los negocios, haciendo ricos a hombres y mujeres que llegaron descalzos a sus puestos y en cuestión de días andan subidos en el lujo y en el tren de la arrogancia. Se creen dueños del Estado. Observamos estas conductas cada día y más en sociedades pequeñas, donde miles de personas viven de la apariencia, del simulacro con las caretas sobre sus rostros.
Por tal motivo, la sociedad ha ido perdiendo la fe, la confianza y la credulidad en los políticos del patio. Los hechos son muchos y están ahí para refrescar la memoria en un país que adolece de memoria a la hora de ejercer el voto. Y por supuesto, nuestros políticos no conocen la palabra «vergüenza» y no importa lo hondo que hayan caído en actos de corrupción, algunos nuevamente se presentan a elecciones, o se hacen diputados o senadores, e incluso ministros.
El pueblo dominicano sabe que nuestra trasnochada democracia a según cómo y quién ampara esa corrupción. Tenemos más que una democracia, una partidocracia pobre, prostituida y desgastada por hechos corruptos que han fomentado un sistema equivocado de poder.
Como casi todo en la vida, cada cuatro años si cambia el gobierno esa corrupción se renueva, hay nuevos postulados, funcionarios y maneras de ejecutar la corrupción. Incide mucho también el ministerio o dirección desde donde se quiera disfrazar las malas acciones. Y también no podemos olvidarnos de esos ricos que siempre han estado en el meollo político y afianzan su poder, convertidos en dueños del país por su apoyo al candidato o gobierno de turno.
Pero el asunto no se queda solo estancado en la clase política. La gran preocupación también es la corrupción en las autoridades del orden. ¡Ahí pica bastante!
Es la sociedad donde vivimos. Para frenar este mal tiene que haber una verdadera justicia que actué en consecuencia sin demoras, sin frenos, sin obstáculos desde el ejecutivo hasta las salas de juicios en el Ministerio Público. En la actualidad, debemos mantener esa esperanza en los no tan nuevos actores de la justicia «independiente». Necesitamos seres humanos que trabajen de manera óptima su papel en la sociedad y frenar ese tren descarrilado que es la corrupción, sin importar a quienes atropellen en su camino.