Cerrar el cerco a la corrupción
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La corrupción ha estado omnipresente en la cultura dominicana por los siglos de los siglos. A todos los niveles. Es parte del entramado social, se manifiesta en cada estracto a una escala ascendente desde el más pobre hasta el más rico. Se desvanece la posibilidad de poder determinar el daño que provoca su ejercicio al desarrollo del país, pero las sospechas son legítimas para afirmar que muchísimo es poco. Por eso, todos los planes implementados para combatirla –desde cualquier escenario, pero más en el sector público– debe ser aplaudido si esto se traduce en resultados constatables a favor del bienestar colectivo.
La mejoría en el salario de los empleados y funcionarios de la administración público que se empezó a registrar a partir de la presidencia de Leonel Fernández en el 1996, una política gerencial plausible y que se mantuvo de manera sistemática en las gestiones del Partido de la Liberación Dominicana (PLD), despertó un entusiasmo inusitado en la fuerza laboral nacional, e incluso muchas personas capacitadas renunciaron a sus bondadosos salarios en el sector privado para irse a trabajar al Gobierno. Nada de malo en ello, todo lo contrario. La burocracia gubernamental requiere de mano de obra eficiente, personal capacitado, con experiencia y conocimiento para desempeñar una labor competente.
Hoy, en la administración pública se pagan salarios impensables en la escala que prevalece en la empresa privada, salvo excepciones. Y esta es una manera de combatir la corrupción, por lo menos una de sus aristas. Si el Gobierno demanda de esa mano de obra especializada, debe pagar su precio. En la burocracia estatal, que es enorme, debe predominar una filosofía que apueste al talento, al prospecto con la mejor preparación académica y experiencia general, si se quiere, al final, saldrá más económico «porque lo barato sale muy caro».
Joaquín Balaguer se enorgullecía cuando hablaba de su salario: en los 90 dijo que como Presidente de la República recibía un pago de tres mil pesos. Un absurdo. La escala salarial en todo el aparato del sector público debe ir desde mayor a menor, en una línea descendente que empiece, precisamente, por el salario del Presidente. Que el mandatario de turno decida donarlo o hacer con su pago lo que quiera –se supone que todo político que llega al Palacio Nacional no necesita el sueldo para vivir– es un asunto de su exclusiva competencia. Pero para cerrarle el cerco a la corrupción, a una de sus manifestaciones en la cultura del «dame lo mío», el Estado debe apostar a pagar en peso oro lo que cuesta el tanto, que en muchas áreas suele brillar por su ausencia.