
Peña en el tiempo
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José Francisco Peña Gómez sería un anciano de 86 años hoy, si el día 10 de mayo de 1998, a los 61 años de edad, no hubiera sucumbido ante los estragos de una terrible enfermdad que diezmó al carismático líder socialdemócrata.
Nacido de las entrañas de la tragedia eterna de la inmigración pobre y negra, Peña Gómez, o simplemente Peña, como le llamaba el pueblo, era hijo de Vicente Oguís y María Marcelino, quienes huyeron del país en medio de la masacre ordenada por Trujilo en 1937, por lo que debió ser adoptado por una familia dominicana que lo asumió como hijo y le dio su apellido.
El joven Peña Gómez se abrió paso en la fauna política criolla, no solo a fuerza del titánico trabajo político y su proverbial carisma, sino por la coyuntura política en que le tocó vivir.
Encarnó el perfil de un importante segmento de la juventud deseosa de cambios, desesperada por vivir en democracia, convivir en un país sin persecución política. El color de su piel suponía que cada cosa a este joven negro le costaba al menos el doble de esfuerzo que al blanco o al mestizo. Pero él siempre estuvo dispuesto a pagar ese precio.
En la medida que su liderazgo crecía, también su color se hacía notar, y no tardó en también aparecer su ascendencia haitiana.
La historia del desarrollo intelectual y político del que se convertiría en «el más grande líder de masas» de la historia política de República Dominicana inició en sus años mozos, en los que se involucró en la enseñanza y el trabajo con la gente más pobre, alfabetizando jóvenes. Su afán por el conocimiento y su capacidad para granjearse el apoyo y el respeto de sectores económicos importantes fuera del poder, al tiempo que cultivaba relaciones con líderes de talla mundial que jugarían un rol importante en las luchas políticas que se sucedieron hasta lograr desplazar del poder al gobierno de Joaquín Balaguer y sus 12 años.
Hoy, a la distancia creciente del tiempo, pareciera que aún no es suficiente para dimensionar su real estatura histórica, y valorar los aportes que hizo a la democracia, con logros que todos y todas hemos normalizado y asumido como parte del paisaje dominicano. Luce que aún subyace el recelo por su negrura y su origen. Parece que todavía hace efecto la campaña despiadada y perversa que le persiguió y le arrebató el poder que a todas luces el voto de las mayorías depositó en sus manos en 1994.
Sin embargo, como suele pasar, el tiempo se encarga siempre de disipar la polvareda, y deja ver con mayor claridad la luz de la verdad histórica.
Aunque todavía cueste reconocer a este dominicano por su amor y defensa de este país, llegará el día en que, fuera de las pasiones partidarias (y raciales) sea colocado en el lugar correcto de la historia nuestra, para servir de ejemplo a los jóvenes que en él hallarán un auténtido pilar de perseverancia y ejercicio político con vocación y honestidad.