
Los Alcarrizos
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Cuando inicié mis estudios de arte en la Universidad Autónoma de Santo Domingo, el primer día de clases comenzó sin que supiera dónde iba a vivir en esta ciudad. Por mucho que intenté, previo al inicio de mi primer semestre uasdiano, no pude conseguir dónde vivir. Pero eso no me desanimó en presentarme tempranito a la Ciudad Universitaria, aunque para ello tuviera que regresar a Bonao cada día para dormir en mi casa.
Como punto de referencia para cualquier «unerista» de pueblo, el local de la Unión Nacional de Estudiantes Revolucionarios –UNER— era el lugar en donde iniciaba la vida universitaria. Y allí es donde coincidí con Ramón Pérez, un joven estudiante de agronomía que ya tenía algunos semestres en facultad, y que era más que mi mejor amigo, mi hermano. Como siempre, Ramón me recibió con la más amplia sonrisa y sus fornidos brazos abiertos me saludaron, al tiempo que celebraron el hecho de que por fin volvíamos a estar juntos, ahora como universitarios.
Su primera pregunta fue ¿dónde te vas a quedar?
–Aún no sé. Lo resolveré en estos días, respondí para no entrar en detalles que le preocuparan. –¡Claro que no, tú vienes y te quedas conmigo en casa!, fue su inmediata respuesta.
De esta manera es como, de vivir en la apacible y fresca amplitud de Los Arroces, en Bonao, pasé a la dinámica de vivir y sobrevivir en Los Alcarrizos. Vivir en Los Alcarrizos era como una especie de castigo. La falta de servicios eficientes, el ruido, el desorden y el sucio. Y para colmo, la delincuencia y las redadas de la Policía convertían aquello en invivible.
Pero de todas las incomodidades, el transporte era lo más difícil. En ese semestre me tocaba una asignatura de dibujo a las 7:00 am. El primer día llegué terminando la clase, casi a las 9:00 am. Supe entonces que para llegar a las clases de las 7:00 am debía salir de la casa a las 5:00 am, para estar en El Control a tiempo de tomar una voladora antes de las 6:00 am. ¡Me tomaba más tiempo llegar a la UASD desde Los Alcarrizos que desde Bonao!

Subir a una guagüita de esas no era tarea fácil. Había que corretear con la multitud detrás del vehículo, empujar y dejarse empujar de todos. Y por supuesto, más de una vez me quedé sin dinero, pues El Control era punto de trabajo para carteristas que aprovechaban el tumulto y el afán de subir a la guagua para meter sus manos dentro de bolsillos, carteras y mochilas ajenas.
«¡Péguense que caben más! ¡Vámonos chofer! ¡Con los chelitos en la mano! ¡En la parada chofer!…». A todas estas frases –y a las palabrotas también–, me acostumbré enseguida. A lo que nunca me acostumbré fue a los rieles, una cerrada curva-bajada-subida famosa porque los viejos autobuses perdían los frenos y se devolvían, impactando vigas y casas, dejando algunas veces gran susto y uno que otro herido.
Estropeaba más el regreso a casa que la jornada de trabajo o de estudios. ¡Dolía y cansaba vivir en Los Alcarrizos! Yo no lo soporté y en poco tiempo hice lo posible por vivir más cerca de la UASD.
Esto que cuento, y las vividas por muchos miles, ahora es historia. Tanto los últimos gobiernos como el actual han cambiado esa historia. Las obras viales construidas allí, desde que se construyó el puente sobre los peligrosos rieles, hasta la inauguración del teleférico han cambiado la calidad de vida de miles de laboriosos ciudadanos residentes en Los Alcarrizos. Con el puente, el elevado de la autopista Duarte en la entrada, el teleférico y la próxima apertura de la Línea 2C del Metro de Santo Domingo, Los Alcarrizos deja atrás décadas de abandono y descuido de los gobiernos.
El Presidente Luis Abinader tiene el doble mérito de darle continuidad a estas obras y poner un empeño especial en su agilización y conclusión. ¡Y eso se agradece!