Desde su tumba, Celia Cruz sigue reinando
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Como si estuviera de parranda, la nieve les dañó el paisaje navideño a los neoyorquinos y apenas llegó y azotó aquel martes, 28 de febrero. Era la fecha de mi compromiso con la historia, con mi pasión por la música, con la salsa, y no estaba dispuesto a que ningún capricho climatológico estropeara mi agenda. No importaba el frío ni lo resbalosa que pudieran estar las calles y aceras, quería arriesgarme. Me resistía a un retorno sin completar mi plan, sin visitar la última morada de Celia Cruz.
Lo que cuento viene a propósito de cumplirse 20 años del fallecimiento de Celia Caridad Cruz y Alfonso, Celia Cruz, el 16 de julio de 2003, y cuya partida física no ha mermado ni un ápice su presencia y valoración en el firmamento artístico. Por el contrario, se ensancha a través del tiempo, gracias a un legado que se va redefiniendo en favor de la cultura musical latina en los Estados Unidos y el mundo.
Decidido y acompañado por mi hermano, tomé el tren 4. No estábamos lejos, apenas a unas cuantas estaciones, de sur a norte. Alrededor de las 3:30 de la tarde, llegamos al Cementerio de Woodlawn en el barrio irlandés Woodlawn, fundado en 1863, uno de los más grandes de Nueva York, para aquel entonces ubicado en las afueras de la ciudad.
No vimos a nadie en la garita que está en la entrada, por lo que empezamos a caminar. Cuando habíamos avanzado 50 metros, escuchamos una voz que gritó, «los martes no recibimos visitantes». Era un vigilante que salió de la nada. Nos acercamos hacia él. Mi hermano, con un inglés más fluido que el mío, le explicó que yo había llegado desde la República Dominicana y tenía interés de visitar la tumba de Celia Cruz. El hombre interrumpió la conversación para hablar por radio. Al retomarla, volvió decir, «los martes no recibimos visitantes». Sin mostrarse insistente, mi hermano le agradeció y le trasmitió nuestra frustración, pues yo tenía vuelo de regreso al día siguiente. El guardián volvió e interrumpió para tomar una llamada, mientras nosotros, escurridizos, nos dirigíamos hacia la salida.
De repente nos gritó, esta vez en español, «en este cementerio se encuentran grandes personalidades, pero ninguna recibe más visitas que Celia». Resultó ser puertorriqueño y conocía de la vida y obra de la llamada guarachera de Cuba, más allá de su mausoleo y el registro en el que leía su nombre.
Con más confianza y en nuestro idioma, sostuvimos una breve y amigable «conversación salsera». Los ojos le brillaban al hablar y reiteraba que, día tras día, llegaban turistas de diferentes partes a visitar la tumba de la intérprete. De repente, retomó el inglés y repitió, «los martes no recibimos visitantes»; pero esta vez continuó, «sin embargo, voy a hacer una excepción, llamaré a un compañero para que los lleve a la tumba de Celia, se toman las fotos y se retiran lo más pronto posible».
Felices, esperamos un minibús que llegó a recogernos. Saludamos en inglés al conductor, quien nos respondió en español, «no se esfuercen en hablar inglés, yo soy dominicano como ustedes». La carcajada dio inicio al trayecto, lo suficientemente largo para que el nuevo anfitrión nos contara que había nacido en Villa Francisca y que su padre era amante del son y la salsa. En el camino, alcanzó señalarnos algunas tumbas: la del trompetista Miles Davis, el pianista Duke Ellington, el saxofonista Jackie McLean y las de personajes de otras áreas como el editor Joseph Pulitzer, creador de los Premios Pulitzer, entre otras. Aunque no se encontraban en la ruta, comentó que allí estaban enterrados el compositor Irving Berlin y el rey del timbal Tito Puente.
Llegamos al panteón de Celia, el que comparte con su esposo Pedro Knight. Estábamos frente a una estructura que se imponía sobre las que estaban a su alrededor, bien cuidada y con el nombre de la artista grabado en la parte superior. Nos acercamos. A través de un cristal, observamos el interior: en el lado izquierdo estaba Celia y en el derecho, Pedro. Encima de la tumba de Celia había dos imágenes enmarcadas, una fotografía suya y la bandera de Cuba, y en el centro, un vitral de la Virgen María.
Luego de un par de minutos, procedimos a tomar fotos. Mi hermano insistía en que él estaba cerca y podía volver –como de hecho lo hizo para reafirmas las rápidas observaciones de aquel momento– por lo que nos concentramos en registrar mi presencia.
Antes de montarnos en el carro, me di cuenta que, a unos metros de la tumba de Celia, estaba la de Johnny Pacheco, entonces creció la alegría. Le pedí unos minutos más al guardia y me acerqué. Ahí estaba el maestro, a su lado, como cuando protagonizaron una de las duplas más exitosas de la salsa, plasmada en 6 álbumes que acumulan una muestra impactante del repertorio de esta reina de la música del Caribe: Celia y Johnny (1974), Tremendo Caché (1975), Recordando el ayer (1976, junto a Justo Betancourt y Papo Lucca), Eternos (1978), Celia, Johnny y Pete (1980, junto a Pete “El Conde” Rodríguez) y De nuevo (1986).
Fue muy agradable ver la tumba de Pacheco, sobre todo porque lo que más trascendió de ésta, fue una fotografía donde, aparentemente, se veía en estado de abandono. Afortunadamente, pude confirmar que no era así, que su familia esperaba por una tarja especial para adecuarla.
La visita fue corta, pero sustanciosa y emotiva. Agradecimos, y seguiremos agradeciendo encarecidamente, la amabilidad de los guardianes que, en medio de sus deberes, cedieron ante el amor por las raíces, por esa identidad latina que nos aborda, permitiéndonos comprobar que Celia Cruz sigue y seguirá reinando desde Woodlawn, por los siglos de los siglos…