
Antihaitianismo y el discurso de Luis Abinader
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Hace apenas unos días, el día 27 de febrero, el Presidente de República Luis Abinader rindió cuentas a la nación sobre el último año de gobierno, como es costumbre y se espera de los presidentes cada año.
Un discurso con fragmentos de corte pseudo-motivacional y, a veces, con aires de sutil arenga al estilo abinaderista.
La migración haitiana y la «amenaza» a la soberanía dominicana volvieron a ser temas de diatriba, quizá los tópicos motores del discurso.
No supe qué pensar de la exaltación del Presidente cuando, en el cenit de su discurso, llamó a unirse en defensa de la soberanía.
En los escenarios más importantes dentro y fuera de República Dominicana, la migración haitiana, la idea de que República Dominicana está cargando con Haití y la idea, a veces velada, de una amenaza a la soberanía dominicana ocupan una parte importante del discurso del Presidente.
Hay ánimo de agitación en ese discurso. Se sienten un nerviosismo y una premura que no se corresponden con la realidad. Y si se corresponden con la realidad, alguien debería explicarlo.
Los judíos en Alemania eran importantes impulsores de la economía, como hace tiempo Haití es el segundo socio comercial de República Dominicana, lo que representa ganancias anuales de cientos de millones de dólares para los empresarios dominicanos y de decenas de millones de dólares para el Estado dominicano.
Ese hecho suele pasarse por alto.
Por el contrario, mediante una constante obra demiúrgica, el enemigo es creado según el modelo del agitador.
Hace años que una retórica antihaitiana se esconde con frecuencia tras la expresión «defensa de la soberanía nacional» sin que nadie sepa lo que significa eso.
Superando al «anormal y tosco» Golem de Borges o al Feathertop de Nathaniel Hawthorne, un haitiano malagradecido, traidor, sucio, conspirador, peligroso y hasta antropófago ha ido adquiriendo en el imaginario popular dominicano las proporciones que a él ha destinado la mitología del propagandista.
Las nuevas generaciones de dominicanos que hoy temen o desprecian a los haitianos no sabrían explicar por qué ni podrían señalar un solo caso que motive esa actitud. Quizá tampoco entiendan que actúan llevados por imposturas.
Se nos advierte de la amenaza que el país aledaño representa para República Dominicana, pero no se nos dice cuál es la amenaza. La expresión amenaza deviene en una metáfora vacía que los agitadores lanzan al aire en busca de que la imaginación popular la infle de contenidos monstruosos.
Esta retórica ha calado tan hondo en una parte de la sociedad dominicana que para decir que los haitianos viven o trabajan en un lugar decimos que «invaden», «se adueñan» o «se apoderan» de ese lugar.
Indirectamente los comparamos con ladrones, y poco falta para que los comparemos con plagas o con insectos, si acaso no lo estamos haciendo ya.
No nos preguntamos cómo llegaron a ese sitio, quién lo permitió en primer lugar, cuál es el alcance de su derecho a estar allí y cuál es la autoridad pública que debería investigar esa cuestión, que no debería ser el pueblo, si es que hay que investigar algo al respecto.
Nada más parecido a cuando los nazis llamaban a los judíos parásitos, bichos o gusanos. Luego siguieron las confiscaciones y los campos de concentración.
Nos han enseñado a pensar que los haitianos vienen a República Dominicana para robarnos algo, que llegan con malicia, que forman parte de una trama y que, con el tiempo, como van las cosas, colonizarán de nuevo la parte oriental de la Isla Española.
Llevamos casi doscientos años oyendo que los haitianos son los enemigos, los malos, los otros.
Esos cucos no tienen fundamento. Cualquier dominicano común lo sabe. Por eso, contrario a lo que seguramente quisieran los agitadores, la sangre no ha vuelto a llegar al río casi 200 años después de la independencia nacional dominicana.
No se nos explica –para mí el mayor misterio– cómo los haitianos, siendo tan indeseables y peligrosos, logran atravesar la isla de oeste a este, de una punta a la otra, desde Puerto Príncipe en Haití a Higüey en República Dominicana, habiendo en el trayecto tantos puestos de control migratorio en el lado de los dominicanos.
Tampoco se habla de las estadísticas de criminalidad de la población haitiana en República Dominicana, y eso es porque son insignificantes: de lo contrario serían usadas como arma de propaganda política.
Lo que sí me consta -lo sabe todo dominicano común- es que los haitianos transitan el territorio dominicano trabajando, buscando trabajo o camino al trabajo.
Es en esos trayectos y en esos trabajos que las autoridades dominicanas los detienen para deportarlos.
Intuyo que el pasado 27 de febrero el propósito del Presidente no fue rendir cuentas a la nación, sino arengar al pueblo y a los líderes más conservadores con palabras disfrazadas de «defensa de la soberanía nacional» para causar el efecto psicológico de una empatía que se convierta en votos.
Pero es vulgar utilizar para esos fines un discurso veladamente antihaitiano. Es un golpe bajo de estilo nacionalsocialista. Porque, aunque en lo inmediato pueda ganarle algunos aplausos y quizás un par de votos al señor Presidente en unas posibles aspiraciones reeleccionistas, a la larga este discurso terminará siendo parte de esa postura intransigente que siembra odio y -sea lo que sea que espere cosechar- cosecha violencia.
Odio infundado, violencia gratuita.