
Reivindicación política
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El muerto político es duro de matar. Es una condición que, salvo casos excepcionales, solo se produce con la muerte. El liderazgo que se forja en las naciones a pulso de carisma, primero, y tras la asunción al poder se levanta sobre los cimientos de una obra imperecedera, en segundo lugar, prevalece por tiempo indefinido hasta que surgen nuevas generaciones que se encargan de abrir y cerrar ciclos y ocupan esos espacios con su legado. Pero donde culmina y empieza una era, entre una cosa y la otra, se manifiestan período larguísimos para los cuales solo resta esperar… con paciencia.
En Brasil, el ciclo de Luiz Inácio Lula da Silva, el hijo de doña Lindu, de 76 años, está aún a una distancia considerable de su fin. Hace tan solo 20 años, alcanzó la presidencia sin tener un título universitario, vio como en el 2016 destituyían a su heredera política, la presidente Dilma Rousseff y sufrió la penuria de casi dos años preso, en una cárcel que fortaleció su espíritu y alimentó la esperanza de volver al ruedo para revindicarse. El pasado domingo, Lula acudió a las urnas convencido que puede volver a ganar la Presidencia. No pudo, en primera vuelta, y el 30 de octubre vuelve y vuelve, a participar en el balotaje que le pondrá –una vez más– en la esquina del cuadrilátero de la historia, y en la otra, al actual presidente brasileño, Jair Messias Bolsonaro, de 67 años.
Todo era cuestión de tiempo. En el 2018 el duelo entre estos dos políticos no pudo ser porque Lula cumplía su tiempo tras las rejas. 156 millones de personas estuvieron convocados para votar en las elecciones del domingo. Lula se echó en los bolsillos la para nada desdeñable friolera de 57 millones de votos y un poco más. 57,259,405 le votaron, según cifras del Tribunal Electoral brasileño. Hay quienes garantizan una victoria en segunda vuelta. Hay razones para creer en ello. «Lula acaricia el regreso al poder a lo grande», decía uno de los tantos títulos que presagiaban una nueva victoria para el primer obrero que se alzó con el acariciado cetro presidencial en Brasil.
La política suelve reivindicar a sus líderes. Solo es cuestión de tiempo. De voluntad y, por supuesto, del carisma que los pueblos suelen apreciar en quienes un día le gobernaron y, eventualmente, enfrentaron infortunios que pusieron a prueba su consistencia, su intelecto, su persistencia. Decía Eduardo –Yayo– Sanz Lovatón en un seminario la semana pasada, que se equivocan aquellos que enarbolan la bandera de la «antipolítica». Dijo, con mucha razón, que el oficio debe estar reservado para los profesionales de la política. Quienes dirigen los destinos de una nación deben surgir de las filas de las organizaciones que componen el sistema político.
La política suele reservar el tiempo y espacio para aquellos líderes que, como Lula da Silva, puedan devolver a través del oficio todo aquello que una persona sabe retribuir gracias al conocimiento y la experiencia. Reivindicar es un verbo políticamente correcto, cuando la historia permite su conjugación para la buona fortuna de los pueblos.