
Un puesto a nuestras vidas en las fritureras
Comparte Este Artículo
(In memorian de Micaela)
Se murió Micaela. Hace apenas un mes estuvimos en Monte Plata recibiendo un homenaje de la alcaldía y estaba ella entre las mujeres consideradas «extraordinarias» de la comunidad. Confieso que una de mis mayores alegrías fue que –en ese contexto– se incluyera entre las mujeres de distintas ramas profesionales (educación salud, comunicación) a damas que han hecho de la gastronomía informal su modo de vida. Cuando mencionaron su nombre, me salieron dos líneas de agua salada y caliente que volvía a recuperar al enterarme de su muerte. Para mí y varias generaciones, ella siempre será Mica, la de fritura que ponía el epílogo a nuestras aventuras pueblerinas. La que saciaba el hambre que aparecía cuando ya estaban todos los trastes limpios, la que nos recibía siempre con una sonrisa, la que nos mimaba y nos hacía reír con sus ocurrencias.
Hoy le dicen emprendedoras a las mujeres que inician pequeños negocios de producción artesanal con los cuales se insertan en la cadena productiva del país.
Ayer les decíamos dulceras, fritureras, cocineras, paletera, colmaderas, la diferencia era la esquina o la calle donde apostaban el caldero. Mujeres valiosas que se quemaban las manos y las pestañas para producir el pan de cada día.
Mujeres que en nombre de sus necesidades personales se inscribieron en la historia del sabor del país. Y, que a su vez ingresaron en la memoria colectiva de varias generaciones a través de sus ofertas gastronómicas.
Aún pasen los años y por adultos o adustos que lleguemos a ser, jamás vamos a borrar de nuestra memoria el sabor de los helados que hacía tal, o el dulce de cual, el bizcocho de mi madrina, el mabí de, la leche batida, los bollitos de yuca, la jalea de batata de la abuela, los buñuelos de… Cada cual que le ponga nombre a ese algo que hizo explosión en sus paladares… Cuando aún la gastronomía local no era cuestionada ni comparada para su mal. Apenas la combinábamos con algún repollo relleno, algún quipe o un tipile –como herencia de la migración árabe– experiencias únicas que aún podemos saborear de las manos de nuestras madres.
Las actuales tendencias fusionistas no tenían cabida en nuestra realidad. Tampoco había información que nos diera una explicación sobre cómo los sabores de nuestras artesanas culinarias nos provocaban ese inusitado bombardeo de oxitocina.
Pocos pueblos pueden contarse sin nombrar las idas a esas maravillosas mesas donde el color y el olor de las carnes fritas con fritos de plátano verde y las dulces y seductoras bataticas seducían nuestros sentidos.

En el caso de algunos pueblos no solo mujeres freían, sino que también algunos hombres hacían sus chicharrones, longanizas, morcillas, cada uno a una determinada hora. Algunos por la mañana para poner a desayunar a los obreros y otros en las tardes como merienda obligada para esperar la hora de la cena.
Para la tribu infantil la cosa de la fritura se resolvía con unos centavos. Nos tocaba una arepita de yuca, de maíz, un bacalaíto unos bollitos de yuca, una chochueca y un long play, como le decíamos a los yaniqueques.
Frituras en Monte Plata
Empezamos hablando de Micaela porque era la friturera por excelencia, la de mayor y más permanente arraigo popular. La razón era sencilla, ella freía desde el atardecer hasta llegada la madrugada.
El pequeño detalle sin importancia o con toda la importancia del mundo es que su fritura está ubicada justo al frente del Tropicana Bar, el espacio de recreación más emblemático de nuestro entonces pequeño pueblo.
Era la época de «no pasa nada». Podíamos salir tarde de bailar con los hermanos y pasar a comprar una friturita antes de llegar a casa. Por supuesto, la garantía de que fuéramos recibidos en paz, era llevar una porción a la casa (a mamá Morena le encantaba que la despertáramos con la oferta envidiable de una friturita de Mica.
Micaela en esa época freía con carbón –como era la usanza– y tenía encendido o menos encendido varios anafes altos que le llegaban a la cintura, pues ella mantenía el caldero y el aceite caliente a la espera de que sus clientes se cansaran de bailar.
Solo cuando alguien le señalaba la carne que quería, cerdo, pollo o res, la sometía al fuego. Recuerdo que Mica tenía los pollos a medio hacer, con color y blandito. Freírlo era tostarle el cuerito o convertir en costra la primera capa de la misma y así, sin harina conseguía el crocante que luego se harían famosos con el pica pollo. Aunque, su fuerte era el tocino, carne sometida a un aplastamiento total y con sazón fuerte y algunas veces incluía bofe secado al sol.
Mientras el fuego del carbón crepitaba y el aceite caliente le quitaba el mal humor a la carne, los plátanos verdes o las batatas, los que la veíamos afanando con su cucharón o el aplastador de tostones, nos comíamos unos bollitos de yuca hervida para entretener el hambre. Hacíamos chistes entre nosotros y con su esposo Yersito (QEPD). Un personaje pintoresco del pueblo que comulgaba con la botella y que siempre estaba vestido de bombero.

En fin que Micaela me acordó a otras mujeres valiosas de mi pueblo, que ya no están y que cambiaron su mundo a través del trabajo: de no dejarse joder de nadie, de mantener su familia. De ayudar a sus padres, de comprar su casa, de darle rienda suelta a la imaginación para cocinar y vender algo que garantizara la vuelta de los comensales.
Esta narración va en honor no solo a Micaela sino también a Heriberta, Angela, Pascuala, Tatá y Bobito, Julio el de Morena, Neco, Juan Susana, Micaela la de Jorge, entre muchas otras personas que encantaron nuestras papilas con sus sabores. A ellos les damos las gracias por las empanadillas, el chicharrón, la morcilla, las arepitas de yuca y de maíz, el tocino, el pipián, las chochuecas, los bacalaítos y toda la magia que tiene nuestra comida callejera, aunque la «alta cocina» quiera borrarla a base del extendido síntoma de Guacanagarix y una supuesta «sofisticación».