
La permanencia y notoriedad en redes sociales
Comparte Este Artículo
Desde tiempos inmemoriales el ser humano ha intentado dejar una huella de su paso por el universo, para nosotros un hecho que se hace tangible a través de la experiencia que nos ofrece habitar en el planeta tierra.
En ese sentido, las huellas se hicieron dibujos por el hombre primario en las cuevas de la vieja Europa y también por los taínos en algunas cuevas, como los que guarda y a la vez se exhiben en las Cuevas del Pomier.
El asunto es que todos hemos sentido la necesidad de vencer la muerte con nuestra estancia en la tierra y dejar certificado que hemos pasado por aquí y que al hacerlo, no pasamos como dijo el poeta «pasaras por mi vida sin saber que pasaste»…
La idea es que al pasar por la vida, le ganemos al tiempo y dejemos constancia de que «no vinimos a la tierra de balde», como advertían en tiempos inmemoriales padres y abuelos, que eran partidarios de la máxima de «no estar en el mundo para que haya más gente».
Esta idea, acendrada en nuestras psiquis desde que hicimos conciencia de nosotros mismos no como colectividad si no como individuos parados eternamente ante nuestro propio reflejo, parece ser la que impera en este tiempo en el que las redes y las selfies nos convierte en replicadores constantes de nosotros mismos en todos los ángulos posibles de lo que pudiéramos ser.
En una visión de cómo era el mundo en 1998, Eduardo Galeano nos explicaba en una entrevista que «las mercancías eran más importantes que las personas» y que «lo que no tiene precio no tiene valor». En ese momento, sin embargo, estaba naciendo en ese mismo una nueva civilización llamada Google.
El mundo que conocíamos hasta entonces se comprimió, pero no se esfumó, cambió de estado y se convirtió en líquido (lea a Zygmun Bauman). Todo tomaba una nueva forma y se deslizaba o se dejaba deslizar hacia ese mundo inmaterial en el cual también hubo un cambio de hábitos y de mentalidades.
Me gusta como Alessandro Baricco describe ese hecho de que navegando en la Web, sin tiempo ni fronteras, el ser humano se siente poderoso, único, como la propuesta que la experiencia digital brinda, la de navegar por el mundo sin una estructura fija o temporalidad específica.
Es que uno se sentía un superhombre: «Un hombre que no está obligado a ser lineal. A permanecer anclado en un lugar mental. A dejarse dictar por el mundo una estructura de sus pensamientos y los movimientos de su mente», afirma Baricco.
Ese nuevo ser ha llegado a través de las redes sociales a tocar la puerta de los que se le asemejan en criterio o carencia para convertirse en una unidad que emite a un receptor que espera y a la vez se convierte en el emisor que retroalimenta al –inicialmente–, emisor.
La persona que hace de sí misma el instrumento de su oficio a través de sus consejos, experiencias y preferencias se hace reo automático de que estos consejos sean bien recibidos, de que esas experiencias sean experimentadas, y que estos consejos sean útiles: provocando consumo, venta, recursos económicos y fama.
Proceso en el cual la individualidad personal se ve comprometida con las individualidades del colectivo del que se esperan likes, comentarios positivos y testimonios de que lo que «vende» tiene las «cualidades» que dice y produce las «emociones» que muestra.
El instinto original o la inocencia con que se dejaba huellas en el pasado no se corresponde con la estructuración o la intención con que se crea lo que se comparte en redes sociales con el fin de lograr y sostener la notoriedad que da convertirse en tendencia, en motivo de risa, orgullo, aplausos y en ser compartidos desde el espacio propio hasta el impensable.
En la otra orilla están los que consideran que el fin del mundo se está gestando en estos aparatos donde todo el mundo cree que tiene derecho a la palabra; aunque no sepa hablar y no tenga suficientes lecturas para escribir o pensar bien.
Los que no pueden entender que en este es espacio, en el que todo el mundo tiene acceso ilimitado, la gente diga y haga lo que antes daba trabajo hacer o decir, porque ni en la conciencia propia cabía tal conducta o inconductas, que, de tenerlas se apostaba a que la cortina estuviera lo suficientemente cerrada como para que no se pudiera atisbar ni de lejos.
Para bien o para mal el hecho de que nadie tenga el control absoluto sobre lo que se dice y se hace ha cambiado las reglas de la convivencia.
Como parte de los resultados de este proceso, hoy se entiende que todo el mundo tiene derecho a emprender el camino que más le convenga para producir «los chelitos».
Y como tal, la sociedad se ha vuelto cada vez más permisiva ya que la mayoría de las personas entienden o han asumido como propio de su cuerpo o mente las mismas características que los productos, convirtiéndose o dejándose convertir ellos mismos en la mercancía.
Dicho esto, se puede suponer que estamos hablando de cómo las redes sociales son los medios ideales para comerciar con lo que somos, lo que sabemos, lo que tenemos y también con quienes nos inventamos ser.
Somos la mercancía. El público compra lo que decimos que somos, aunque ese conocimiento tenga el límite del desconocimiento y el arrojo que permiten estos medios
Generando así un nuevo ser.
Bien lo dijo Eduardo Galeano: «En nombre del individuo se destruye al individuo», y también que, «Nadie es mucho mejor que el mundo que lo genera».