
Que impere la justicia, no el odio
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El hermano país con el que compartimos la isla es una nación que en los actuales momentos carece de todo, no solo en términos económicos, sino que tampoco existen instituciones estatales capaces de poner el más mínimo orden.
Como es natural, cuando un país está en crisis, las personas (¡sí, los haitianos también son personas!) se van a otro lugar adonde tengan las oportunidades que en su tierra no. Garantías para comer, y poder mandar algo a los que quedan detrás. ¿O acaso no es eso lo que hemos hecho los dominicanos yéndonos a Venezuela en los años 70, a Nueva York, España, Italia, y lo más dramático, en frágiles yolas atravesando el canal de La Mona, infestado de tiburones, para llegar a Puerto Rico, en iguales condiciones que los haitianos llegan aquí, para trabajar por bajos salarios como ilegales, resistir toda clase de penurias con el fin de poder llegar a Nueba Yol, para ir tras el «sueño americano», que por lo general no es otra cosa que una pesadilla con lucecitas y colores.
Es la historia de la humanidad. Así es como poblamos el planeta, buscando mejores condiciones donde vivir. Y luego creamos las fronteras.
Cierto que la inmigración ilegal representa un grave problema y un reto mayor para las autoridades y el pueblo dominicano. Pero a la vez, se torna un tema complejo, porque importantes renglores de nuestra economía dependen de la mano de obra de esos extranjeros. Pero menos cierto es que este fenómeno ha generado otro problema: la aparición de grupos extremistas que enarbolan un discurso violento, xenófobo, con actitudes fascistas disfrazadas de un mal llamado «patriotismo». Esa conducta en nada ayuda a resolver la situación. Solo predispone e incita a la población a tomar acciones contra gente que también es víctima, de la pobreza y el caos haitiano.
Los ejemplos surgen cada día. El más reciente se produjo este domingo en La Isabela, Puerto Plata, donde supuestos ciudadanos haitianos asesinaron brutalmente en su hacienda a Juan José Soto Corniel, tío del ex ministro de las Fuerzas Armadas José Miguel Soto Jiménez, así como a dos personas más que le acompañaban.
El general Soto Jiménez, al confirmar la tragedia dijo que tenía «información» de que los asesinos eran haitianos. Y poco después, moradores del sector empezaron a quemar las viviendas y ajuares de haitianos que viven allí, atacándolos, como si ellos fueran responsables del alevoso crimen cometido por supuestos compatriotas suyos.
Para sentir un poco de empatía, basta imaginar que cuando Ana Julia Quezada, la dominicana que asesinó brutalmente al niño español Gabriel Cruz, los españoles salieran a linchar a los demás dominicanos residentes allí o a quemar sus propiedades. Pero allí imperó la justicia, y ella paga con cadena perpetua su crimen, no sus inocentes compatriotas.
O pensemos cuando la niñera dominicana Joselyn Ortega mató cruelmente a dos niños en Nueva York, hordas de estadounidenses hubieran salido a perseguir y a atacar a nuestros hermanos, inocentes, residentes en esa urbe. De nuevo, fue la justicia la que se encargó de perseguir y castigar el aberrante asesinato.

Peligrosa y mala maña
Otro caso fue el ataque, el pasado 29 de septiembre, de un grupo enardecido de haitianos a las instalaciones de Codevi, una empresa de capital dominicano que opera entre la frontera de los dos países. Como en otras ocasiones, una vez se supo del incidente, esas mismas personas esparcieron la especie de que las bandas delincuenciales que operan en Haití había cruzado la frontera, atacado y asesinado a dominicanos. Hasta publicaron un video del ataque a una ex funcionaria de Puerto Príncipe, diciendo que esta mujer era una ejecutiva de la empresa en cuestión. Lo cierto es que se trató de un incidente ocurrido del lado haitiano, no eran miembros de una banda, sino trabajadores, y la empresa no estaba involucrada en ningún conflicto con ellos.
Ya días antes, un comunicador de Dajabón envió a algunos medios un supuesto video de ciudadanos haitianos «saltando la verja» en masa para ingresar a territorio dominicano, a la vista de los militares nuestros que lo permitieron. Luego se supo que las imágenes que aparecían en el video no se trataba de la puerta dominicana, sino de la haitiana, ni correspondía a la fecha indicada, ni ingresaban de manera descontrolada. Era otra mentira.
Todo esto ocurre con el fin de exacerbar el miedo y el odio de los dominicanos, incitarlos a tomar acción contra residentes haitianos en nuestro país, no importa si regulares o no, desconociendo que el tema de la migración y la justicia son roles del Estado, no de individuos cegados por la xenofobia y los prejuicios raciales.
El imperio de la justicia debe prevalecer siempre, como única manera de convivencia civilizada. Quien la haga, que la pague, él solito, o con sus cómplices, si los tiene, pero jamás el inocente, no importa si es negro y pobre, ilegal o simplemente haitiano. Corresponde a la justicia dominicana determinar quién o quiénes son los culpables de tan horrendo crimen, perseguirlo y castigarlo con lo que disponen nuestras leyes. Para eso tenemos un Estado, y quien se toma la justicia en sus manos, simplemente es reo de otro delito, que se agrava cuando es por odio o racismo.